El placer de las cosas sencillas

Amanecer. Ver como se cuela la claridad por los tragaluces de mi habitación.
La voz de Paula por el hilo telefónico, dando parte de sus últimas travesuras. Tres años y medio de determinación y asombros.
Una ensalada. Hojas de lechuga de distinta especie, aceitunas con corazón de atún, hebras de alfalfa, champiñones salteados y un toque de aceite de oliva.
Dormir.
La mirada  de mis estudiantes cuando al fin comprenden que to be tiene dos connotaciones: Ser y Estar.
Una tarde de cine. Las actuaciones contenidas de “El Lector” o la búsqueda amorosa sin respuesta en “Vicky Cristina Barcelona”.
Los colores y la suave textura de las lanas que reposan en la cesta de los tejidos.
La ductilidad del vidrio cuando se somete al fuego.
Las caminatas montaña arriba con Ale. Las conversaciones, interrumpidas por altos para tomar aliento, mientras intentamos comprender las interrogantes de la vida.
El sonido del viento despeinando los árboles.
La fragancia resultante de los humores de la flor de mango y la robustez de la vainilla, envasada en un humilde frasco de cristal marrón, proveniente de alguna isla del Caribe.
El agua de rosas, lo picante de la canela.
La textura de las sábanas recién lavadas, secas al viento y al sol
Los juegos de la acuarela diluida, sorpresa de formas sobre el papel.
Escuchar hablar a Tía Chen de su vida, desde los ochenta y tantos años de su hacer y encontrar en esa historia parte de la mía.
Caminar durante horas.
La risa compartida con José Horacio y su búsqueda interminable de conocimiento.
Una canción entonada a capella con algún compañero de trabajo.
Observar.
Las palmas que crecen lentamente en la sala de la casa, guardianas aladas.
La neblina que desciende de la montaña y viene a posarse en el jardín durante los días de frío extremo.
La lluvia cuando danza sobre el tejado, arrullo para el sueño.
La mezcla de azúcar y mantequilla, memoria de las aventuras reposteras de mi madre.
Atravesar de lado a lado la piscina, acunada por el azul del agua.
Aprender.
Expediciones de búsqueda de libros junto a mi hermano.
El mar y su canto.
La risa de mi hijo cuando  era niño y sus preguntas acerca de la existencia de Dios, la Madre Naturaleza y el nacimiento de los arcoíris en las manchas de aceite del pavimento.
El sabor persistente del chocolate amargo.
Los aeropuertos y la posibilidad del vuelo.
Bañarme con agua caliente aromada con albahaca verde y estrellas de anís.
Gina descubriendo incertidumbres entre El Sol, El Emperador y La Papisa, arcanos de lo eterno.
La lectura de “ A dos distancias”, poemas de Gustavo Gómez Rial.
Sentir como mi cuerpo responde a los movimientos lentos y encadenados de Yoga-dance.
La mirada honesta y limpia de alguno de esos amigos del corazón que se acercan sin dobleces ni máscaras.
El  humeante té verde que Tetél reparte, con mano pródiga,cada mañana.
El contraste de las hojas secas sobre la grama.
Las carreteras y su afán.
Ver las manos de mi padre  mientras arma y desarma algún artefacto en su taller.
Escribir.
.El rumor cadencioso del Daimoku  y Gonguio que me lleva al encuentro conmigo misma.
Pedro Guerra, Andrés Cepeda, Chabela Vargas, Ellis Regina, María Rita, La niña Pastori, cada uno con su estilo particular.
Los domingos en cualquier calle de otra ciudad.
Los ojos del hombre que amé cuando encontrarse  en la paz era posible.
Sentir la arcilla húmeda deslizarse entre mis manos.
La luz de un candil.
El silencio.
Y el olvido.

Elsa Sanguino.

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